Desde el año 2011 el crecimiento económico de Argentina expone una dinámica de sesgo contractivo. Los vaivenes se presentan con menor o mayor intensidad pero en sentido negativo, es decir, con caídas netas de la actividad económica. Esa dinámica se asocia con los desequilibrios macroeconómicos que se intensificaron durante los últimos años del gobierno de Cristina Kirchner, el ajuste en un intento de estabilización de la gestión de Macri con las crisis cambiarias de 2018 y 2019, donde la dinámica inflacionaria se expuso abruptamente y, recientemente, la crisis derivada del shock COVID-19 e intensificada con la administración económica del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, convergieron hacia un nivel de actividad deprimido con serias distorsiones y desequilibrios.
El diagnóstico común se compone de factores que parecen enraizarse en la forma de ver y pensar el funcionamiento de la macroeconomía: pensar que fenómenos temporales serán permanentes y que las restricciones de presupuesto no son tales. Ambos factores se identifican desde el inicio del nuevo siglo. En concreto, el aumento de los precios de los bienes primarios exportables como consecuencia de la primera fase del proceso de irrupción de China en la economía internacional lo cual, a su vez, generó un ascenso sostenido del ingreso de divisas comerciales, es decir, una combinación de shock de precios positivos y mejora de las cuentas externas durante la última parte de la década de 2000. Proceso que se sostuvo pero que se fue ralentizando desde el inicio de la crisis financiera internacional de 2008.
La dirigencia política nacional, sabiendo que no era un fenómeno permanente y que la restricción de presupuesto siempre estaría presente, impulsó a la economía en una dinámica de corto plazo mediante el crecimiento del consumo y el gasto público, por encima de la inversión privada interna y sin ampliar la entrada de inversión extranjera directa. Así, la frontera de producción no acompañó al aumento del gasto agregado de la economía, entretanto los ajustes de stocks, capacidad ociosa y finalmente el paso hacia el inicio de una nueva fase de inflación crónica.
Con este contexto, el manual de procedimiento económico dispone esencialmente de dos alternativas para abordar un proceso de estabilización. Por un lado, un programa de tratamiento de shock o big bang (aludidos principalmente por los economistas Sachs y Woo para economías en transición) con medidas profundas como reformas del sistema monetaria y sobre las cuentas fiscales, y ajustes en los precios relativos abordando el tipo de cambio, la tasa de interés y los precios de servicios públicos. El éxito de este tipo de programas depende del espacio de gestión con el que se disponga, el cual debe ser relativamente amplío dado el cambio abrupto de las regulaciones e institucionalidad de las políticas económicas.
Por otro lado, se dispone de experiencias de programa con objetivos pautados en distintas fases de ajuste y reordenamiento del sistema económico. En esas fases se optan por distintas medidas de mayor o menor intensidad donde el orden de gestión dependerá de la magnitud de los desequilibrios. En efecto, ante una economía con régimen de alta inflación, las medidas de ordenamiento monetario y fiscal deberán ser las de mayor apremio. No obstante, este tipo de programas tienen mayor espacio para la aplicación en simultáneo de un programa productivo, es decir, medidas sobre la inversión física y en capital humano, y generación de empleo, las cuales no solo sostendrían un inicio de estabilización, sino generarían condiciones dinámicas, pues en el corto plazo serían impulso sobre la actividad y, en el mediano y largo plazo, sostenibilidad de crecimiento con inclusión social al mercado laboral. Una agenda convergente con el proyecto Productividad Inclusiva del IAE y la Universidad Austral.
Casos exitosos iniciados en condiciones de regímenes de alta inflación y deterioro productivo y social pueden mencionarse los de Corea del Sur y Vietnam. En concreto, economías con altos niveles de inflación, pobreza mayor al 50% y niveles de inversión menor al 15% del PIB que se establecieron en fases de crecimiento estable, principalmente con medidas de conjunto con las tradicionales de estabilización y con impulso al sector productivo.
Si bien ambos programas deberán contar con apoyo y acuerdos políticos sobre el rumbo, desde las experiencias positivas se puede argumentar que las soluciones sustentables para los casos como el de nuestro país, deberían ser abordadas desde una gestión de política de distintas fases y objetivos, atendiendo a los factores productivos con inclusión. En definitiva, no alcanza con estabilizar. No obstante, ningún curso de acción será sencillo y libre de costos.