En una embarcación, cuando alguien cae al agua, la primera reacción es tirarle un salvavidas. Esa primera reacción de urgencia y preventiva debe ser necesariamente transitoria. El objetivo final es abandonar el salvavidas y subirse al barco. Esta pequeña analogía sirve para explicar cómo creemos que el gobierno debe manejar la esencia de la política social de nuestro país en el contexto actual. Aquellas medidas tomadas en un contexto de emergencia, que tenían como objetivo sobrevivir a la pandemia del COVID-19, ahora deben ser repensadas y transformadas. La emergencia obliga a ser cortoplacista. El gasto social debe tener como objetivo a mediano y largo plazo reemplazar los planes y las ayudas por puestos de trabajo.

A partir de la información presentada en el Gráfico 1, podemos ver la evolución del gasto primario en términos reales comparando los primeros 9 meses de 2019, 2020 y 2021. Utilizando como base (igual a 100) los primeros 9 meses de 2019 (prepandemia), podemos ver que en términos reales el gasto se encuentra 18% por encima del nivel, ya elevado, de 2019. Es decir, un gobierno que reacciona ante la pandemia aumentando el gasto, 22% en términos reales (política acertada y mundialmente utilizada) pero de forma más permanente que transitoria. Si bien la composición es diferente (aumentan los gastos de capital y los subsidios energéticos, caen los programas sociales), el nivel del gasto apenas se reduce 3,2% entre los años 2020 y 2021

Nota: el gráfico presenta la evolución, en moneda constante, del gasto primario acumulado para los primeros 9 meses de cada año, utilizando como base ene/sep 2019 = 100.

Fuente: OPC

La principal idea detrás de este artículo se podría resumir en: no gastemos más, gastemos mejor. En ese sentido, creemos justo destacar lo que sucede con los subsidios energéticos. Durante los primeros 9 meses del 2021 acumularon $766.778 millones, aumentando 56% en términos reales y superando, en términos absolutos, su relevancia en comparación con los programas sociales. Este aumento está principalmente explicado por las transferencias a CAMMESA ($469.618 millones) y por el aumento del 141% en las transferencias al sector gasífero ($288.611 millones).

Específicamente, las transferencias para programas sociales representaron $540.680 millones representando una caída del 45% en comparación con el año 2020. De todas maneras, tomando como punto de comparación el año 2019, el gasto en programas sociales aumentó 179% en términos reales. Como tantas veces en la historia de la política social argentina, las decisiones tomadas en contextos de emergencia o crisis llegan para quedarse.

Sin embargo, existe un lado positivo. La composición del gasto en programas sociales en la comparación del 2021 con el 2020 pareciera ir en la dirección deseada. Como muestra la Tabla 1, las dos principales medidas de emergencia (IFE y ATP) caen fuertemente (96.3%). De todas maneras, esa fuerte caída es parcialmente compensada por el aumento en otros programas sociales. Principalmente potenciar el trabajo, las políticas alimentarias y las becas progresar (71%, 27% y 63% respectivamente). Entre los 3, explican más de la mitad del gasto en programas sociales en los primeros 9 meses del 2021.

Nota: Acumulados a septiembre de cada año. En millones de pesos y variaciones porcentuales.

Fuente: OPC.

Además de mirar los números fiscales, es interesante mirar la cantidad de beneficiarios por programa y que sucede en cada uno de ellos. La cantidad de beneficiarios en las becas a estudiantes reportado para el primer trimestre de este año no dista del promedio de la serie en los últimos años. 

Muy por el contrario, el programa de potenciar trabajo prácticamente duplicó la cantidad de beneficiarios en el último año. Dinámica esperada en el contexto de la pospandemia. El objetivo de este programa es “la inclusión social plena para personas que se encuentren en situación de vulnerabilidad social y económica”. La forma de lograrlo es cuanto menos confusa. Más confusa todavía es la situación al encontrar la cantidad de planes y programas existentes.  

Desde el proyecto de productividad inclusiva en la Universidad Austral creemos que la formación profesional, la reinserción e incorporación de trabajadores al mercado formal debe ser uno de los objetivos centrales en la pospandemia. Para lograrlo es de vital importancia un ordenamiento del gasto social y particularmente un entendimiento del carácter transitorio de la dependencia económica del estado. La forma de ganar eficiencia en el gasto fiscal es a partir de lograr mejoras en las habilidades de quienes hoy dependen de un programa social. Controlando, exigiendo y proveyendo capacitaciones profesionales.

Una estimación a partir del intercambio con diferentes centros de capacitación profesional en oficios ya existentes en nuestro país, arroja un costo anual por egresado de $40.000. Al mensualizar dicho costo, el valor de $3.333 se encuentra por debajo de prácticamente todos los beneficios percibidos por los diferentes programas sociales, inclusive las becas a estudiantes. 

Es por esto que, sostenemos que una de las claves para el desarrollo y el futuro de nuestro país depende fuertemente de la productividad inclusiva. Comprendemos y compartimos el rol del estado en la inclusión, sostenimiento y capacitación de aquellas personas que se están fuera del mercado laboral formal. Pero creemos que es fundamental pensar la política social como un puente, un facilitador del ingreso al mercado y no como un salvavidas como un acumulado de programas sociales tomados en situación de emergencia que dificultan el desarrollo y generan dependencia.