Sobre llovido, mojado, a la extensión de la epidemia de coronavirus o COVID-19 se añadieron las disidencias entre países petroleros –sobre todo Arabia Saudita vs. Rusia- y el “oro negro” se desplomó, acentuando la caída de los mercados financieros globales, más allá de que pueda haber rebotes transitorios. Todo esto ocurrió sobre una economía global mal preparada para las tormentas, como venimos diciendo hace algunos meses. La actual presidenta del Banco Europeo, Christine Lagarde, anunció que la institución lanzaría nuevas medidas porque la situación puede ser similar a la de 2008. Y la Reserva Federal de los EEUU amplió su programa de “quantitative easing” –emisión monetaria para comprar bonos y otros activos- que podría llegar hasta 1,5 billones.
Estamos así ante una situación sin precedentes desde 1929: no hay medidas evidentes de política económica para detener el derrumbe de mercados. Las tasas de interés se acercan a cero y las políticas fiscales también encuentran límites, porque los niveles de endeudamiento público y privado- son demasiado altos, unos 250 billones de dólares, casi un 300% del PIB global y la deuda pública bruta de los países desarrollados llega al 103% de su PIB, aunque la neta, de “sólo” 75%, da algún margen.
Hasta febrero la economía norteamericana seguía desempeñándose bien. El empleo aumentó ese mes en 278.000 puestos, 222.000 de los cuales fueron del sector privado. La tasa de desempleo bajó de 3,6% a 3,5% y tanto la participación en la actividad económica como la tasa de empleo tuvieron aumentos interanuales de 0,3% y 0,4%. El déficit comercial se redujo en enero a 45.300 millones, desde 48.600 en diciembre, pero se debió a que las importaciones cayeron más que las exportaciones, indicando así un debilitamiento de la economía.
Aunque desactualizadas es bueno recordar las optimistas proyecciones que hacía el FMI en enero, apenas ayer, para 2020 y 2021.(Cuadro 1). Seguramente las revisará a la baja en julio próximo –o quizás antes- y es probable que este año veamos algunos trimestres recesivos en países líderes.
La magnitud de las caídas de los mercados, sin precedentes desde el 2008, se muestran en nuestro habitual Cuadro 2. A ellas hay que agregar que el índice de volatilidad VIX, llega ya a 67, aproximándose al record de 80 ocurrido en 2008. Las únicas subas en el último mes se dieron en el oro, como es habitual en las crisis, el euro, el yen –el dólar ya no aparece como “el” refugio- y la bolsa de Shanghái, quizás por el retroceso del coronavirus en China.
Como dijimos en los últimos editoriales, pese a no ser brillante, la reactivación de la economía mundial desde la Gran Crisis del 2008 puede estar cerca de finalizar, en un contexto en que las herramientas de política macroeconómica disponibles dan signos de agotamiento o, al menos, de menor eficacia. Es muy probable que la Reserva Federal de EEUU añada a la extensión del quantitative easing una baja de sus tasas de intervención, como entonces, a entre 0 y 0,25% anual. El Banco Central Europeo tomará medidas análogas. Pero, a diferencia del 2008, es probable que no alcance con esto.
Se tiró demasiado de hilo, por ejemplo, con el conflicto entre China y los EEUU y otras medidas anti globalización y con la pasividad de las autoridades frente a la fragilidad financiera por valuaciones extravagantes de muchos activos, en especial en los EEUU. Se agregan otras preocupantes tendencias de fondo, como el aumento en la propensión a ahorrar no acompañada por la propensión a invertir, lo que lleva a un saving glut, es decir, un exceso de ahorros sobre el que Ben Bernanke llamó la atención ya en 2005. Pese a los problemas encontrados con ellas por Dinamarca y Suiza es posible que deba recurrirse en países importantes, a tasas de intereses nominales negativas, pero a plazo fijo, por ejemplo, un año, para tratar de inducir a aumentar la inversión y el gasto.
Más profundamente, es probable que el exceso de ahorros y la escasez de inversión aniden en la cultura del siglo XXI, cada vez más propensa al bienestar presente, aun a costa del de las generaciones futuras que, en un contexto de bajísimo crecimiento demográfico, parece interesar a pocos. En cualquier caso, este tipo de medidas requiere una coordinación internacional, similar a la lograda en la reunión del G20 en Londres, en abril de 2009 y en su faz preparatoria. Por ejemplo, si no hay coordinación en la política de tasas de interés, pueden darse valorizaciones o desvalorizaciones buscadas de las monedas nacionales. Recordar, al respecto, lo dicho en el editorial de febrero respecto de las intenciones de Trump de depreciar el dólar.
En el marco descripto, el horizonte de la Argentina se oscurece, tanto para la renegociación de la deuda pública como para las inversiones y las exportaciones, aun en los recursos naturales. También aumenta el riesgo de que, ante la probable crisis global, se refuerce la orientación de nuestro país al mercado interno. Se acentuaría así el error, de carecer de un plan estratégico que incluya a las exportaciones y las inversiones, sin cuyo crecimiento relevante la Argentina no saldrá de la estanflación que ya lleva casi diez años consecutivos ni de la decadencia relativa a otros países que lleva ya 85 años. Urge superar las rencillas internas e intentar los proclamados pero ausentes acuerdos.