Desde junio las tensiones macroeconómicas evidenciaron una fuerte intensidad, expuestas principalmente por la volatilidad del tipo de cambio y en las expectativas de que la inflación se situaría en un nivel más alto respecto al promedio de la primera parte del año. La respuesta popular de los hacedores de política es que el origen de la causalidad del problema está, en todo tiempo y lugar, en los especuladores financieros y formadores de precios que apuestan a un cambio abrupto de política económica. Ciertamente, argumento que ha tenido alguna validez en contextos de desregulación masiva de flujos de capitales, las cuales supieron determinar volatilidad financiera y corridas cambiarias.
Sin embargo, ese argumento dista de explicar cabalmente las actuales dificultades. Si algo aprendimos es que la historia de las crisis nos lleva a un espacio común donde se debe indagar la sostenibilidad de la dinámica macroeconómica precedente a episodios críticos. Dicho de otro modo, si es sostenible o no el comportamiento de las variables fundamentales de la economía, tales como el consumo o el gasto público. Lo que se observa es que en economías donde las crisis son eventos de baja frecuencia generalmente se asocian con ausencia de impulsos abruptos al crecimiento y, a su vez, volatilidad real y financiera en niveles bajos. Contrariamente, las gestiones económicas intentan impulsar a la actividad económica, con independencia de sus recursos productivos genuinos y del acceso a los mercados de capitales para financiar sus políticas, se tornan insostenibles en el tiempo, más temprano que tarde, dado que el acceso al financiamiento y los recursos es claramente limitado. Por cierto, esta es una argumentación que se ajusta a nuestra economía.
En ese sentido, desde mediados de la década de 2000 la economía argentina está expuesta a un círculo vicioso representado por el financiamiento monetario del gasto público, a los efectos de su aumento con independencia de las restricciones y condiciones de contexto. Simultáneamente, se construyó la noción de perpetuidad de la demanda de gasto público, pues hay una sensación errada de que las expansiones de erogaciones públicas no parecen tener efectos de deterioro en las cuentas públicas. Ese círculo vicioso conforma factores dinámicamente alarmantes; por un lado, el deterioro de la hoja de balance del Banco Central al asistir al Tesoro en forma permanente con la incobrabilidad, de hecho, de esos créditos y, a su vez, la imposibilidad de perpetuidad de la demanda de gasto público de una parte de los ciudadanos, ya sea mediante subsidios y/o transferencias directas, que en muchos casos ni siquiera hay una obligación de contrapartida productiva. No es llamativo que desde los espacios populares de la economía emerja nuevamente este tipo de demandas, motivada por la caída de los ingresos reales de sectores situados en la informalidad laboral y de la economía popular. Esto es, quizás, una de los determinantes de las crisis económicas recientes; tema ya estudiado en la literatura de las interacciones de la política económica y el abordaje de reglas versus discrecionalidad.
Desde este panorama, debemos volver al factor determinante de la problemática argentina: una mayor demanda de gasto público en todo tiempo y lugar, con independencia del contexto, al que podríamos aludir como sado-fiscalismo expansivo; término contrario a sado-monetarismo, acuñado por William Keegan para describir la exigencia de tasas de interés más altas y austeridad fiscal, independientemente del estado de la economía, ocurrido durante la gestión económica de la ex primer ministro del Reino Unido, Margaret Thatcher (1979-1990).
La limitación fiscal es evidente al observar la imposibilidad de financiamiento en los mercados, y el deterioro de los instrumentos de gestión del Banco Central como prestamista de última instancia, pues lo que es una excepción en este comportamiento, se ha convertido en una regla continúa sin importar si la economía se recupera o se establece en crecimiento sostenido.
La dominancia del sado-fiscalismo expansivo lleva a la economía hacia desequilibrios macroeconómicos, donde la escalabilidad del gasto parece un factor de relativo control, pero que claramente es un aspecto lejano al de una macroeconomía sustentable. Las inconsistencias de la demanda continua de expansiones fiscales pueden modificarse mediante reformas estructurales. Hay una variedad de reformas que modificaron abruptamente el funcionamiento de la economía y que generaron fases de crecimiento sostenido y de aumentos de productividad con inclusión social. El proyecto Productividad Inclusiva del IAE Business School y la Universidad Austral se analizaron los casos de las reformas de Corea del Sur y Vietnam (https://www.iae.edu.ar/minisitio/productividad-inclusiva/), donde las premisas fundamentales se establecieron en un mejor funcionamiento de la economía, lo que en nuestros días podríamos definir como liberar las fuerzas productivas y promulgar la inversión en capital humano, físico e infraestructura productiva. El común denominador de esas reformas estuvo determinado por el acuerdo sobre el rumbo a tomar, y luego el establecimiento simultáneo de un programa de estabilización y transformación productiva. En el caso de Vietnam la apertura a la inversión externa fue muy importante.
Hay caminos posibles por seguir y experiencias aleccionadoras. Dejar atrás el sado-fiscalismo expansivo en el que gran parte del sistema parece perpetuarse, debería ser el objetivo fundamental para salir de las crisis recurrentes.