La salida el mes pasado del libro Billion Dollar Loser volvió a poner sobre el tapete el ascenso y la caída de uno de los unicornios más emblemáticos de los últimos años. En poco menos de 400 páginas, el autor Reeves Wiedeman vuelve a contar los grandes sueños de WeWork y su dura llamada de atención. En la literatura griega, la historia de WeWork sería una tragedia. En Hollywood, una tragedia con toques de comedia dados por su excéntrico y casi mitológico creador, Adam Neumann. Pero sobre todo, esta es una historia de advertencia, de esas que deberían contarse como los cuentos clásicos, un relato de cautela, de querer crecer demasiado rápido sin demasiado sustento, de egos desmedidos, de dinero rápido que hay que gastar como sea, porque nunca es propio. De exitismo y, esperemos, de éxito.
El de WeWork, no es el único caso. Los unicornios parecen haber perdido un poco de su brillo. El término, forjado en 2013 por Aileen Lee, describe nuevas empresas privadas de tecnología que han logrado una valoración de mil millones o más, pero pronto significó una nueva forma de hacer negocios. De golpe, parecía haber una fórmula para convertirse en el nuevo niño mimado de los inversores, y eso incluía algunas cosas buenas y otras no tanto. Por supuesto, visto desde afuera, ¿quién no querría ser el próximo unicornio? Sin embargo, las empresas fueron tras este objetivo más allá de lo que estaban construyendo.
Encontrar a la próxima startup que se convertiría en unicornio equivalía a encontrar la nueva mina de oro; eso atrajo a inversores de todo el mundo hacia nuevas aventuras, y las apoyaban con cifras astronómicas. Los emprendedores excéntricos y carismáticos se volvieron casi un ingrediente esencial, un parámetro de éxito. "La hipérbole, el liderazgo autocrático y la desconexión de la realidad se convirtieron repentinamente en activos en el camino hacia el poder", escribe Wiedeman.
Los unicornios tuvieron su reality check y 2019 fue el año de la explosión de muchas burbujas. Varias startups disruptivas, excéntricas, casi de culto, vieron caer una manera de hacer negocios que no era tan mágica como prometían. Uber no paró de sumar titulares y escándalos –desde denuncias por acoso sexual, por agresiones y amenazas a la competencia, hasta acusaciones morales por aumentar sus precios en medio de una catástrofe natural. El documental del ascenso y la caída de Theranos, la polémica empresa de testeos de laboratorio de Elizabeth Holmes, dejó a más de uno boquiabierto: hombres y mujeres con larga experiencia en negocios siguieron sin cuestionamientos los delirios de una chica que no había terminado la facultad. Facebook terminó en el banquillo de los acusados por vender falsas noticias a sus usuarios durante la campaña presidencial. Finalmente, la renuncia de Adam Neumann, creador de WeWork, en su salida a la bolsa marcó el final de la burbuja.
A nivel mundial, en la primera mitad de 2018, la inversión de capital de riesgo (venture capitalism) había alcanzado casi $130 mil millones. Pero eso hizo que las startups vieran las rondas de inversión más como una carrera frenética para demostrar quién sería más grande y mejor, que como una búsqueda verdadera de capital para cubrir una necesidad. Dentro de las empresas, muchas veces esto puede verse en un gasto desmedido: nuevas oficinas, empleados y más empleados, beneficios, viajes, nuevas operaciones en nuevos países demasiado rápido. Queda preguntarse: ¿la empresa crecería de esa manera de no existir los parámetros de los unicornios anteriores? ¿Estos emprendedores gastarían ese dinero de esa manera si tuvieran que sacarlo de sus bolsillos? El sistema se había desviado, llevando a las startups a tomar decisiones acerca de sus próximos pasos pensando más en lo que esos mismos inversores esperaban de ellos, el nuevo checklist del éxito, mientras generaban pérdidas sustanciales… que a su vez hacen que se necesiten nuevas inyecciones de capital.
Quizás el mundo de los negocios debería aprender a no querer parecerse a seres mitológicos. La cultura de la startup como la conocíamos está en jaque: “Recompensa la cantidad sobre la calidad, el consumo sobre la creación, las salidas rápidas sobre el crecimiento sostenible y las ganancias de los accionistas sobre la prosperidad compartida. Persigue a las empresas unicornio empeñadas en la disrupción en lugar de apoyar a las empresas que reparan, cultivan y se conectan”, reclamó un grupo de emprendedoras en Medium.com.
Ellas plantean crear un nuevo animal en el zoológico del emprendimiento: la cebra, movimiento lanzado a principios de 2017 por cuatro fundadoras que luchaban por encontrar fondos para sus nuevas empresas tecnológicas. Con su experiencia, Jennifer Brandel, Mara Zepeda, Astrid Scholz y Aniyia Williams escribieron un manifiesto pidiendo a Silicon Valley que invierta más en otro tipo de fundadores, quizás de minorías étnicas y femeninas, y que respalde a nuevas compañías de esos orígenes que quieran ser rentables y mejorar la sociedad. Según las autoras, debido al énfasis en el rápido crecimiento, en ser irreverentes y disruptivos, los unicornios crearon una cultura con valores que muchas veces son antitéticos y cuyo único fin es lograr el éxito comercial. El ensayo publicado en 2017, y titulado "Las cebras arreglan lo que rompen los unicornios" (Zebras fix what Unicorns broke), analiza en profundidad lo que nuestra sociedad hoy valora en una empresa, valores que están fuertemente moldeados por el culto a la startup. “Creemos que el desarrollo de modelos de negocio alternativos se ha convertido en un desafío moral central de nuestro tiempo. Estos modelos alternativos equilibrarán las ganancias con el propósito, abogarán por la democracia y otorgarán una prima al intercambio de poder y recursos. Las empresas que creen una sociedad más justa y responsable escucharán, ayudarán y sanarán a los clientes y las comunidades a las que sirven”, declaran.
Las compañías cebra se caracterizan por hacer negocios reales, no con el objetivo de “ser disruptivos”, sino de lograr una verdadera rentabilidad y demostrarlo por un tiempo. Por sobre todo, además, buscan resolver un problema social. Generar ganancias mientras dan algo a cambio, tienen una causa o resuelven una problemática. En ese mismo artículo, las autoras instan a las startups a unirse a esta nueva manera de hacer negocios. “¿Por qué las cebras? Para decir lo obvio: a diferencia de los unicornios, las cebras son reales. Son a la vez blancas y negras: son rentables y mejoran la sociedad. No sacrificarán uno por el otro y también son mutualistas: al unirse en grupos, se protegen y preservan entre sí. Sus aportes individuales resultan en una producción colectiva más fuerte”, escriben estas mujeres y emprendedoras pertenecientes a minorías que durante años fueron excluidas del modelo de inversiones de capital de riesgo.
Ahora, simplemente, dicen que no están interesadas en formar parte de él. Cuando Anya Williams, la fundadora de la empresa Tindel –que produce collares con auriculares en una misma pieza de diseño– se instaló en San Francisco, se vio envuelta en el ethos de Silicon Valley y buscaba crear una compañía que algún día valiese mil millones de dólares. “Quería hacer un Apple con fashion tech”, cuenta, “pero ya no busco los mismo, tener mil millones de dólares ya ni siquiera es compatible con el estilo de vida que quiero”.
La cultura startup celebraba a estos excéntricos chicos que harían a los inversionistas millonarios de la noche a la mañana mientras llevaban vidas dignas de rock stars. Los datos demuestran que deberían hacer lo contrario: First Round Capital analizó las inversiones que realizó en 300 empresas durante 10 años, descubrió que las empresas con una fundadora mujer, por ejemplo, superan en un 63 por ciento a aquellas con equipos fundadores exclusivamente masculinos. Por otro lado, las cebras no buscan vender sus compañías a la primera de cambio, sacar el máximo rendimiento de sus acciones, y dar por terminada la aventura. “Los unicornios son las mayores organizaciones sin fines de lucro de la historia”, dice Brandel. “Pero se están empezando a caer las vendas de los ojos”.