Si bien quedó claro en la última reunión del Foro Económico Mundial en Davos que el multilateralismo y la cooperación siguen siendo herramientas efectivas para la prosperidad, el mundo pivota hacia una nueva forma de entender el consumo que, junto con las actuales variables macroeconómicas y geopolíticas globales, está dando vida a una nueva definición de globalización.
Durante los últimos años se ha venido posicionando la pregunta sobre si desaparecerá la globalización. La duda se hizo más enfática luego de la crisis de la pandemia, que no sólo afectó la fluidez de las cadenas de suministro globales sino que cambió significativamente los hábitos de compra y el comportamiento de las personas. Pero también a partir de diferentes variables como la salida de UK de la Unión Europea, las guerras comerciales entre China y Estados Unidos, y el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Todos estos, factores que junto con la crisis climática están redefiniendo el mapa de las cadenas tradicionales de valor y que demandan nuevas soluciones para garantizar la seguridad energética y alimentaria del mundo.
Si observamos el panorama de riesgos globales lanzado el pasado enero en el encuentro anual del Foro Económico Mundial, encontramos que entre los 10 principales riesgos que los expertos consideran más severos en los próximos 2 años, la crisis del costo de vida es la más grande, seguida de los desastres naturales, los eventos climáticos extremos y la confrontación geopolítica. Y es en este marco que se empieza a vislumbrar una era de bajo crecimiento, de baja inversión y de baja cooperación que socava aún más la resiliencia y la capacidad de manejar futuros choques, y que empuja cada vez más a gobiernos nacionales y corporaciones a definir estrategias defensivas, de mitigación de riesgos. Por ejemplo, en UK el gobierno está desarrollando una herramienta para medir la resiliencia socioeconómica a riesgos de contingencias civiles; y en Estados Unidos, se presentó un proyecto de ley para formar un comité interagencial que evalúe todos los riesgos catastróficos globales en los próximos 30 años, y que desarrolle estrategias que aseguren la continuidad de operaciones e infraestructura crítica si estos riesgos surgieran.
Al mismo tiempo, y especialmente debido al conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, luego de un proceso de "offshorización" que llevó a las cadenas de valor a países orientales, en Occidente entendieron cuán peligrosa era esa dependencia para garantizar la seguridad alimentaria y energética. En ese marco, algunos especialistas comenzaron a hablar en 2022 de una posible desglobalización. Pero la realidad parece mostrar, más bien, que se tratará de una transformación de la globalización tal como la conocimos hasta ahora. El cuello de botella actual en las cadenas de suministro mundiales ocasionado por las variables mencionadas puso en la agenda comercial lo que se conoce como el nearshoring (inversión y provisión en locaciones cercanas) o el friendshoring (inversión en países amigos, de mayor afinidad cultural y fiabilidad de abastecimiento), al que las empresas y los gobiernos tenderán para garantizar sus cadenas de valor.
Si estos fueron algunos de los temas centrales en la Reunión Anual 2022 del Foro Económico Mundial en Davos, abordados como algo que estaba empezando a suceder, esta vez en los alpes suizos se discutió sobre las consecuencias de esta fragmentación de la economía global, entendiendo que, incluido el friendshoring, será costosa porque conducirá a la ineficiencia y a la duplicación y, por lo tanto, a la inflación. En esa línea, Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, instó a los gobiernos y al sector privado a “ser pragmáticos, colaborar” y “mantener la economía global integrada para el beneficio de todos nosotros”. De hecho, el tema de la reunión en Davos este año fue Colaboración en un mundo fragmentado.
Podemos decir que hemos entrado, entonces, en una etapa de policrisis, como algunos la llaman, definida por las intersecciones de diferentes factores de riesgo. Por ejemplo, la confrontación geoeconómica –que se da cuando los países utilizan medios económicos como aranceles y barreras comerciales para afirmar su poder político y económico– puede impactar negativamente en el comercio internacional pero también en las acciones para combatir el cambio climático. De hecho, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, incluyó al comercio como uno de los cuatro pilares del Acuerdo Verde de su bloque. Según la parafrasean desde el World Economic Forum, "a medida que los países implementen sus planes de transformación energética e industrial Net-Zero, las cadenas de suministro resilientes y los mercados abiertos serán fundamentales para garantizar el acceso a materias primas e insumos fundamentales para la descarbonización".
Todo esto nos lleva a reflexionar sobre una nueva versión de globalización que evolucione desde un modelo de "búsqueda del menor costo" hacia uno que tenga en cuenta las limitaciones sociales y medioambientales. Que tenga como principal foco a las personas que componen a las economías –que no son solo los consumidores sino también los trabajadores, sus familias y la comunidad, según aclaró en Davos la representante de Comercio de Estados Unidos, Katherine Tai– y que a la vez garantice la prosperidad sostenible, la transición baja en carbono, la respuesta a la crisis climática, la seguridad energética y un nuevo orden digital.
Al mismo tiempo, e independientemente de las grandes variables que se dirimen en foros económicos y de negocios, el comportamiento de los consumidores viene pisando fuerte ya desde antes de la pandemia, redefiniendo el mercado del retail con su creciente inclinación a comprar en negocios locales e incluso a adquirir alimentos directo de la granja a la mesa. Lo cual se presenta también como un aspecto clave en esta redefinición de la globalización.
Viajemos unos años para atrás y tomemos el caso del movimiento Locavore originado en 2005 en San Francisco. Desde entonces aboga por consumir alimentos cultivados o producidos localmente o dentro de un radio determinado, como 50, 100 o 150 millas; es decir, alienta a los consumidores a comprar en los mercados de agricultores o a producir sus propios alimentos, con el argumento de que los productos locales frescos son más nutritivos y saben mejor.
Sea cual fuera el caso, movimientos como este y el más masivo término "shop local" denotan un interés cada vez mayor, tal vez impulsado por los millennials y las generaciones más jóvenes, en apoyar las industrias locales, en conocer el origen de lo que se consume (avalados por la trazabilidad que brinda no solo el hecho de consumir localmente sino también la tecnología) y en garantizar el cuidado del medio ambiente. Comprar de manera local reduce, por ejemplo, las emisiones de carbono generadas por el transporte de carga internacional o por el viaje de un consumidor para comprar productos en otra ciudad o país. Las empresas locales usan menos terreno, llevan más artículos creados localmente, se ubican más cerca de los locales y ayudan a minimizar el tráfico y la contaminación.
En su estudio '2030 Gran Bretaña', la empresa de tecnología global ThoughtWorks descubrió que después de un año de confinamiento y cierre, más personas están considerando comprar alimentos directamente de los productores de alimentos o a través de minoristas en línea, y solo el 32% de la Generación Z cree que la futura compra de alimentos se realizará en un supermercado tradicional. En lo que refiere a e-commerce, en 2020 Etsy –el mercado en línea para productos artesanales– reportó 81,9 millones de usuarios y ventas brutas de mercancías por valor de 10,3 mil millones de dólares en todo el mundo (Etsy 2021). Es un fenómeno global, cada vez más los consumidores piensan y compran "pequeño".
El apoyo a los independientes se ha disparado en el último tiempo a medida que mostraron su valor en términos de su oferta única, experiencia de compra de primer nivel y comodidad para el cliente. En esta línea, a partir de los efectos de la hiperconectividad y del estrés digital comenzó a darse una búsqueda creciente de vivir experiencias significativas; esto implica para las compañías, entre otras cosas, empezar a entender a las tiendas físicas e incluso al packaging como espacios o momentos de creación de valor.
En su artículo 'Why We Buy Products Connected to Place, People, and Past', los analistas de Harvard Business Review (HBR) atribuyen esta tendencia a la creciente necesidad entre los consumidores de sentirse conectados a tierra. "A medida que la digitalización y la globalización han hecho que nuestras vidas sociales y laborales se vuelvan cada vez más virtuales, aceleradas y móviles, cada vez más personas sienten que han perdido sus amarras emocionales", aseguran. Por eso, compran productos que los conectan con el lugar, la gente y el pasado. "Por ejemplo, los mercados de agricultores ofrecen productos que provienen de una ubicación cercana bien definida, que son cultivados y vendidos por personas reales con las que los clientes pueden establecer una conexión personal, y que a menudo se cultivaron de formas más tradicionales o que son de alguna manera tradicional, variedad de reliquia."
Permanecer local conlleva asociarse con una personalidad y un espíritu comunitario cada vez más valorado por los consumidores. Los negocios locales brindan ese sabor local que conecta a las personas con la identidad de la población y las comunidades que los usan, donde se sienten seguras y bienvenidas. Luego de que en las últimas décadas las tiendas de cadenas internacionales y los grandes shoppings reconfiguraran la estética de las calles comerciales en las ciudades, el florecimiento de los mercados y las marcas más pequeñas representan una forma, justamente, de hacer resurgir la famosa y a veces desaparecida "personalidad del lugar".
Podemos decir que, hasta cierto punto, la pandemia ha actuado como catalizadora de algunas tendencias que ya estaban ocurriendo antes de la pandemia. Entre ellas, también, el posicionamiento de marcas pequeñas que los consumidores empezaron a descubrir a partir del social commerce, en particular con Instagram, donde cada vez más usuarios compran marcas nuevas con las que no tenían ninguna asociación anteriormente, y no solo millennials y Gen Z, sino también Gen X y Baby Boomers. Esto quiere decir que las personas comienzan a realizar compras más basadas en productos y menos en marcas, lo que implica un cambio radical para el marketing y las estrategias de relacionamiento de las compañías de consumo masivo con sus clientes.
La tendencia de comprar localmente no se limita solo a comprar bienes y servicios dentro del propio código postal. También abarca las compras en tiendas locales en otras ciudades que se visita e incluso la compra en línea mediante plataformas como la de Etsy o boutiques en línea en lugar de los grandes sitios corporativos. Lo que es importante aquí es que los compradores se están volviendo más conscientes de la comunidad y quieren saber que su dinero respalda la economía local. No solo eso, desean también asegurarse que compran productos y servicios de empresas que se centran en sus credenciales éticas y sostenibles.
A partir de la crisis climática y luego reforzado por la pandemia, los consumidores son más conscientes de sus opciones de compra y de querer ‘hacer el bien’. Y, podemos agregar, quieren que las marcas que compran reflejen estos mismos valores. De acuerdo con Chris Biggs, director global de comercio minorista de Boston Consulting Group (BCG), “apoyar lo independiente y lo local es un llamado a la acción en sí mismo y se refleja positivamente en la marca personal de los consumidores”.
La globalización que conocimos durante las últimas tres décadas parece estar dando un giro significativo. El comercio internacional continuará, sin dudas, pero en los próximos años las empresas y los gobiernos deberán redefinir sus operaciones, sus alianzas comerciales y sus estrategias al tiempo que se vuelve más sensible a los problemas ambientales, laborales y de desigualdad.