El PBI per cápita en dólares de Argentina terminó 2020 en USD 8.433 anuales según el INDEC, y quedó ubicado en valores similares a los de 2007 - 2008. Los valores más elevados se registraron en 2013 (USD 14.501) y 2015 (USD 14.901). Este indicador permite comparar el nivel de vida promedio por habitante de Argentina con otros países del mundo, aunque por supuesto tiene varias falencias. Por una parte, el promedio esconde serias desigualdades en la distribución del ingreso, que se agudizaron desde que el tipo de cambio empezó la escalada en 2018.
Deberíamos tomar en consideración que, si los precios de los bienes y servicios producidos (y los salarios) no aumentaron al ritmo del dólar, estaríamos sub-valuando el valor de, por ejemplo, un corte de pelo que quizás se haya producido igual que siempre y que sigue manteniendo el nivel de vida de quien lo consume. Para evitar esta distorsión y aproximar mejor la variación en el nivel de vida por habitante, podríamos medir cuántos bienes y servicios recibió en promedio cada habitante. En 2020 cada argentino dispuso de 109 unidades por cada 100 que disponía en el año 2004. Solo un 9% de crecimiento en 16 años. El máximo se registró en 2011, con 136 unidades por habitante: 36% de crecimiento en 7 años es una mejora considerable. Pero desde 2011 hasta 2020 fue todo caída: en 2018 el PBI real per cápita alcanzó 126 unidades y en 2019 alcanzó 122 unidades por cada 100 recibidas en 2004. Aun tomando los valores de 2019, el nivel de vida promedio por habitante era similar al alcanzado en 2009, marcando un retroceso de una década.
Este movimiento pendular es parte del ciclo económico argentino. El actual ciclo sigue un patrón similar al de ciclos anteriores. El inicio es la salida de una crisis: superávit externo, ingreso de divisas y recomposición de reservas internacionales del Banco Central, aumento de la producción y creación de empleo del sector privado. El crecimiento produce aumento de importaciones, por la necesidad de importar maquinaria y equipo, repuestos y otros insumos necesarios para la producción. Mientras tanto, las exportaciones crecen menos que el producto y que las importaciones, los salarios aumentan a mayor velocidad que los precios y la inflación supera la devaluación, encareciendo el país medido en dólares. De a poco el superávit del sector externo se va agotando para transformarse en déficit, usualmente financiado con deuda externa. Llega un momento que el nivel de endeudamiento incrementa el costo de la deuda y raciona el acceso al financiamiento por creciente desconfianza en la solvencia del gobierno, y al mismo tiempo la salida de capitales y la dolarización de los ahorros presiona a las reservas a la baja. El crecimiento se estanca, el desempleo empieza a aumentar y eventualmente llega la devaluación. La suba del tipo de cambio gatilla un proceso inflacionario que licúa el poder adquisitivo de los salarios, reduce el consumo, cae la inversión por la desconfianza y falta de crédito y reduce la producción orientada al mercado interno y, por supuesto, las importaciones. La caída de importaciones reduce la demanda de divisas hasta el punto que vuelve a aparecer un superávit que permite volver a empezar.
Las exportaciones crecen menos que el producto y que las importaciones, los salarios aumentan a mayor velocidad que los precios y la inflación supera la devaluación, encareciendo el país medido en dólares.
Tras el colapso de la convertibilidad en diciembre 2001 y con el enorme ajuste del 2002, las exportaciones e importaciones llegaron a representar en 2002 el 28% y 13% del PBI respectivamente, luego se estabilizaron en el 23% y 17% del PBI hasta 2008, y fueron cayendo hasta el 11% y 12% del PBI en 2015. Desde el 2011 hasta el 2015 se convivió con cepo cambiario que intentó retrasar la devaluación de fin de ciclo, y entre 2016 y 2017 se postergó el ajuste de fin de ciclo con cuantioso endeudamiento externo mientras exportaciones e importaciones representaban el 15% y 17% del PBI respectivamente. Pero desde 2018 hasta la actualidad operó el mecanismo de ajuste con devaluación e inflación, licuando salarios y gasto público (compuesto sobre todo por jubilaciones y, en menor medida, por subsidios a servicios públicos). En 2020 las exportaciones e importaciones representaron 17% y 14% del PBI respectivamente.
Mientras tanto, la devaluación y la mejora de precios internacionales redujeron los costos locales y mejoraron la rentabilidad de exportadores, la balanza comercial ya resulta superavitaria, y luego de la renegociación de deuda con disminución de intereses también la cuenta corriente se muestra superavitaria. Sin embargo, aún queda una enorme desconfianza: la demanda de dólares para ahorrar sigue siendo alta y se mantiene el cepo cambiario. Además, el gobierno tiene dificultades para renovar vencimientos de capital y el resultado en cuenta corriente aún no alcanza para cubrir los vencimientos que se vienen. En este marco, el muy esperado acuerdo con el FMI y Club de París es uno de los hitos clave de este año.
El elevado y sostenido precio de la soja, combinado con la apreciación de las monedas frente al dólar de nuestros socios comerciales, mantiene acotado el costo argentino medido en dólares. Este contexto favorable permite al Banco Central seguir comprando divisas, que es uno de los motivos principales de expansión de base monetaria. Según CIARA, la liquidación de divisas del campo es récord histórico para los últimos 20 años. Difícilmente este hecho se repita en el segundo semestre y el próximo año. La acumulación de divisas es clave para poder afrontar los crecientes pagos que se vienen, pero se están utilizando en parte para disminuir el tipo de cambio bolsa y retirar dinero de la economía.
El contexto favorable de la soja (su precio es elevado y sostenido) permite al Banco Central seguir comprando divisas, que es uno de los motivos principales de expansión de base monetaria.
Pero no solo la base monetaria crece por compra de divisas, sino también por la emisión de dinero para pagos de intereses de la deuda acumulada del Banco Central. Resulta que la financiación al Tesoro en 2020 fue neutralizada con emisión de letras y concertación de pases del Central. Simplificando, el gobierno se financió con la deuda del Banco Central, que captó depósitos de los bancos. Por supuesto, el dinero emitido y utilizado por el gobierno, luego vuelve a los bancos, que siguen comprando instrumentos de deuda del Central. El gran costo de intereses representa un déficit cuasifiscal considerable que obliga a emitir más dinero para cubrirlo. La nueva normativa que permite a los bancos constituir encajes con títulos emitidos por el Tesoro intenta transferir el costo de los intereses al gobierno y sanear el balance del Central, pero no es una solución definitiva. Aparentemente, quedan para después de las elecciones las medidas orientadas a definir el curso de la economía de los próximos trimestres. Quizás incluya un poco más de ajuste (devaluación e inflación para licuar gasto público y reducir el déficit fiscal) y regularizar la situación con organismos multilaterales de crédito, en un intento de cerrar el fin de ciclo y buscar una posterior recuperación de la economía. Lo cierto es que la recuperación se ahoga un poco por la elevadísima presión tributaria, que en lo formal supera el 50% de los ingresos y que en el campo representa más de la mitad del ingreso agrícola.
Visto en perspectiva, hace décadas que el país no logra despegar. El crecimiento promedio de la producción de bienes y servicios finales a duras penas supera el crecimiento de la población. Además, hay una seria dificultad para generar puestos de trabajo de calidad en el sector privado. Este estancamiento se prolonga incluso en un contexto de precios de exportación extraordinariamente favorables para el país por la gran demanda de China, y con disponibilidad de capitales internacionales ávidos para invertir en el sector productivo e incluso para prestar. Pero desde hace 20 años estos capitales evitaron a Argentina debido a la desconfianza. Por supuesto que se registran años de mejora, pero luego vienen los períodos de crisis y el crecimiento promedio resulta anémico. Más allá de la coyuntura, que tarde o temprano nos llevará al inicio de un nuevo ciclo, hace falta un plan estructural que proponga reglas de juego que permitan un crecimiento sostenido de la producción y el empleo privado, que ayude a reducir la pobreza y mejore el bienestar. La mejora de la productividad tiene un rol clave, pero tendría que lograr mayor inclusión para sanear el hoy muy dañado tejido social.